miércoles, 17 de agosto de 2016

Finitud y temporalidad como las características que permiten la trascendencia histórica del hombre.

Introducción.

La inquietud que nos mueve para formular algo que pareciera tan extraño como la trascendencia histórica del hombre, es la idea de que, a pesar de la muerte, el hombre de alguna manera puede ir mas allá de su propia vida.

La búsqueda de ciertas características como son fama, gloria y honor, vistas como virtudes notables del hombre antiguo, nos ha llevado a una característica más elemental para la comprensión del ¿Cómo es posible que el hombre pueda trascender a la historia?

Sin embargo, antes de llegar a la formulación de la posibilidad de nuestro planteamiento original, debemos hacer un trabajo de rodeo para comprender mejor qué es lo que el hombre trasciende.

Este ensayo decidimos dividirlo en dos partes. En la primera tratamos la forma en que entendemos el concepto de trascendencia, las características de “lo humano” y su contraposición, que son los dioses o lo divino. En la segunda parte, consideramos las dos formas en que un hombre puede trascender: la primera, al margen del pensamiento platónico y su concepción sobre la muerte y lo que hay en ella; en la segunda tratamos de lleno la forma en la que consideramos que existe una trascendencia histórica propiamente del hombre.

I.- Trascendencia.

Antes de abordar el tema, queremos desprendernos de toda interpretación del concepto de trascendencia que pertenezca a la metafísica como propia de esa área de estudio, pues para los fines de este ensayo, no nos es útil ese tipo de interpretaciones. Si queremos rescatar lo que existe de este concepto para la disciplina histórica, hemos decido revisar cómo es que se entendía el concepto de trascendencia mucho antes de Aristóteles.  Entendemos pues, por metafísica y ontología, el estudio del ser de todas las cosas y de más allá del mundo sensible; si bien es cierto que se podría hacer un análisis metafísico del mundo antiguo, debemos decir que antes del ser eran los dioses y después de estos, lo divino.

Trascender viene del latín trascendere: pasar a la otra parte, atravesar subiendo. Trascender no tiene un equivalente griego como tal, las dos palabras que más se aproximan a su significado son υπερβαίνουν que significa exceder, y υπερβούμε que significa superar.[1]

Son constantes en la mitología griega (pero no exclusivas de ella), los relatos de la vida y la genealogía de los dioses, el relato de seres divinos y luchas entre héroes y peleas épicas. Relatos que forman un entramado de disimilitudes que contrastan con las características humanas: costumbres, acciones, pensamientos.

¿Cómo el hombre, consciente de su propia finitud, podría trascender la muerte y la temporalidad de su existencia? ¿Cómo podría ir más allá de su presente, excederlo, superarlo?

Es cierto, el hombre no puede vencer su propia finitud ni puede trascender su presente, y al final su vida, por lo menos no como la mitología muestra a los dioses o a los héroes, y por supuesto no físicamente; pero puede ser recordado, puede superar su temporalidad si es que logra “pasar a la historia”, ser recordado por los hombres siguientes a él por alguna hazaña o proeza que sea digna de mención. Si podemos afirmar que hay una trascendencia histórica del hombre, debe superar las barreras de su existencia.

Antes de seguir con el ¿cómo es posible?, creo que debemos definir tres características principales que separan al hombre antiguo de sus dioses y exponer como era su comunión con ellos.

1.- Lo humano

La primera y más notable característica de un humano es el ser mortal, es el saber que algún día, “cuando el hado disponga” deberá morir.
Por otro lado, debemos considerar que en comparación con los dioses, para los hombres hay un tiempo, los hombres están sujetos a ese devenir de su propia vida, un devenir que puede medirse: al final, el hombre deviene en envejecimiento y lógicamente en muerte. Al inicio de la Teogonía, Hesíodo nos ejemplifica esto de manera sublime: “¡Ea, tú! comencemos por las Musas que a Zeus padre con himnos alegran su inmenso corazón dentro del Olimpo, narrando al unísono el presente, el pasado y el futuro.”[2]

Sobre estas dos características, Heráclito, a pesar de ser oscuridad nos deja vislumbrar un poco. Él plantea una especie de dualidad (no una dualidad como contraposición, sino como dos opuestos que están unidos de manera inseparable) entre la vida y la muerte, ejemplo de esto es el fragmento 34 donde sitúa éstas dos características de la existencia, en un círculo, donde es precisamente indiferente el dónde empiezan y dónde terminan los límites de la existencia. En el fragmento 48, esta dualidad, si se entiende en el sentido en que pretendemos que se entienda, se manifiesta, ya no como contradicción, sino como unidad que se presenta en todo momento: “Un hombre en la noche  prende para sí una luz, apagada su vista, y, vivo como está, entra en contacto con el muerto al dormir. Despierto, entra en contacto con el durmiente.”[3]

Además, encontramos dos fragmentos que, aparte de soportar las características de finitud y temporalidad, nos dejaran avanzar más adelante en nuestra tesis:
97. A muertes más grandes, más destinos tocan.
99. Una vez nacidos, quieren vivir y alcanzar su destino, pero más bien descansar, así que dejan hijos tras de sí para que alcancen su destino.[4]

La tercera característica del hombre es la falta de veracidad. Cuando la diosa le habla a Parménides de los dos senderos, deja bastante clara esta deficiencia: “Por tanto serán nombres todo cuanto los mortales convinieron, creídos de que se trataba de verdades: llegar a ser y perecer, ser y no ser, cambiar de lugar y variar de color resplandeciente.”[5]

Hasta aquí, podemos enmarcar tres diferentes situaciones en las que un hombre podría intentar trascender: podría trascender su finitud; podría trascender su temporalidad; y por último, podría trascender lo que la diosa denomino: las opiniones.

A lo que nosotros respecta, trataremos las dos primeras características: finitud y temporalidad,  incluso si quisiéramos prescindir de una, nos es imposible pues se complementan.

2.- La experiencia religiosa

Ya hemos visto las características propias del hombre que conforman las diferencias esenciales respecto a los dioses. Lo que es necesario ahora, es buscar el punto en que ambos mundos o realidades, como se prefiera, confluían  y cómo era esa fusión.

Para esto, tenemos que remitirnos a la mitología, piedra angular de la religión y festividades griegas. Debemos entenderla no cómo un relato que narraba sobre dioses y héroes lejanos y ajenos, sino como un algo vivo y móvil, un relato que se encarnaba en la expresión, en el pensamiento y en la vida cotidiana, no de uno o algunos individuos, sino que tomaba vida en la consciencia colectiva.[6]

Si podemos penetrar la profundidad de la simple expresión: “configuración de la consciencia colectiva”, podremos imaginar cómo era esta comunión entre dioses y hombres durante los juegos o fiestas religiosas. Estas festividades ponían de manifiesto esa verdad superior que suponía el orden del mundo y en donde, tanto los hombres como los dioses, se acercaban.

El orden antes mencionado, surgía cuando ambas realidades (la de hombres y la de dioses) se correspondían de forma coherente. Hemos de destacar aquí, que la unión de los dioses con los hombres siempre fue trascendente, pues los dioses podían abarcar la totalidad de la existencia de los hombres, nunca al revés.

En este tipo de festividades, había como trasfondo un sentimiento de seriedad, no de alegría; los hombres, durante la celebración de la fiesta, comprendían su finitud y temporalidad  porque vivían la comunión con los dioses inmortales e infinitos como algo vivo, en vivo. Nos dice Kerenyi, que la fiesta misma es el tiempo en que se captaba evidencia de forma inmediata, en que existía una acción fresca donde la evidencia se continuaba y se expresaba sin palabras, únicamente con la exclusividad de un acto emocional.[7] Ahí el hombre se encontraba con la frescura y la originalidad del momento creador.

En esa experiencia extática de comunión divina, el hombre se encontraba tan conectado con sus dioses, que poco le importaba su finitud; las cosas hechas durante las fiestas, eran incompresibles si se presenciaban en la vida cotidiana. Pero es precisamente en la vida cotidiana, sin esa conexión particular con las divinidades, que el hombre tiene que lidiar con su propia existencia.

II.- ¿En qué sentido la trascendencia puede empatar con lo histórico?

Si afirmamos que el hombre puede trascender, según nuestros supuestos anteriores, solo hay dos formas en que puede hacerlo: la primera, es asemejando su naturaleza a la de los dioses. Es decir, debe haber algo en la existencia del hombre que sea inmortal y atemporal. Al respecto, Sócrates y Platón, con reflexiones más maduras que sus predecesores, nos hablan sobre este tema: nos hablan de la muerte, del temor a ésta y de lo que es posible que esté más allá de la vida.

La segunda opción es que, a pesar de la inminente finitud, quede para la posteridad algo del mismo hombre: una acción, una costumbre, alguna idea, etc., alguna cosa que por sí misma exceda y supere su tiempo, o sea, que trascienda su barrera temporal.

1.- Trascendencia del alma.

Habíamos mencionado algunos fragmentos de Heráclito que ahora nos resultan útiles. Los fragmentos 48: “Un hombre en la noche  prende para sí una luz, apagada su vista, y, vivo como está, entra en contacto con el muerto al dormir. Despierto, entra en contacto con el durmiente.” Y 74: “A los hombres, tras la muerte, les esperan cosas que ni esperan ni imaginan.”[8]

¿Deberíamos entender la muerte como la promesa de otra realidad? o ¿deberíamos entenderla como un sueño?

Sócrates, una vez que ha sido condenado a muerte, plantea éstas dos opciones como una posibilidad: no sabemos que hay más allá de esta vida, no sabemos si es en realidad el peor de los males para el hombre o si es el mayor bien para el hombre.

Por un lado, la muerte puede ser como dormir sin soñar y, de ser así, la muerte en cuestiones de tiempo duraría solo una noche. Por otro lado, puede ser que sea una transformación del alma y su transportación a otro lugar, a una realidad diferente donde (en el muy particular caso de Sócrates) pueda seguir indagando a lado de hombres tan notables como Homero, Hesíodo, Orfeo, etc.[9]

De cualquier forma, nos dice “Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.”[10]

Esta línea reflexiva la sigue Platón en el Fedón y en el Fedro, descartando la opción primera del dormir sin soñar. En el Fedón, encontramos explícitamente la postulación del alma del hombre como subsistente por sí misma, que con la muerte, se libera del cuerpo que la mantiene prisionera y que solo después de esta liberación, puede contemplar la verdadera realidad de todas las cosas.[11]

Es la muerte del cuerpo y no la del alma: es la finitud del cuerpo la que ata el alma a esta tierra en la que todas las cosas perecen. El alma así, se presenta ya como atemporal y también como inmortal.

La existencia del alma, podemos rastrearla como una serie de reencarnaciones: vive y muere, y de la muerte vuelve a vivir.[12] Platón nos habla de una serie de reencarnaciones que se suceden de forma infinita. Así pues, si estamos interpretando de forma adecuada, si el alma no perece y no tiene un tiempo límite en su existencia, es notorio que ésta es precisamente la característica que se empata con lo divino.

En el Fedro explicita mejor la característica que buscamos, nos confirma este aspecto divino que puede trascender la vida y la muerte como hemos considerado, pues para que el alma pueda ser motor del cuerpo, debe ser ingénita e inmortal.[13] Además, nos dice que las almas siguen al dios al que más se parecen y sólo pueden tomar forma humana las que hayan visto la verdad.[14]

2.- Trascendencia histórica del hombre.

Mi madre, Tetis, la diosa de argénteos pies, asegura que a mi
dobles Parcas me van llevando al término que es la muerte:
si sigo aquí luchando en torno de la ciudad de los troyanos,
se acabó para mí el regreso, pero tendré gloria inconsumible;
en cambio, si llego a mi casa, a mi tierra, a mi patria,
se acabó para mí la noble gloria, pero mi vida será duradera
y no la alcanzaría nada pronto el término que es la muerte.[15]

¿Qué es lo que deja tras de sí el hombre cuando llega el término de su vida? Incluso ahora es bastante común escuchar por respuesta: “un legado”, cualquiera que sea la cosa concreta a la que se refiere.

Es común encontrarnos con la narración de grandes obras realizadas por hombres ilustres, no solo en el mito griego, sino como parte del origen mítico de todas las culturas.

Sin embargo, hay algo aún más elemental para el hombre que las grandes acciones de hombres específicos. Eso que resulta ser aún más elemental es la acción, el hacer. La acción como el medio para trascender las barreras temporales específicas y la finitud inevitable.

Como una aclaración pertinente llegados a este punto, es, que nuestra intención no es revivir en las siguientes líneas la discusión idealista/materialista de la historia.

Así pues, nosotros no entendemos a la acción como el simple hacer. La acción del hombre, realizada enteramente por su voluntad, o incluso si para el hombre antiguo su acción era influida por los dioses, nos revela una singular concepción del mundo.

Si concebimos de esta manera los actos de uno o varios hombres, podemos hacer una narración ordenada del o los hombres que, solo por medio del hacer, fundamentaron y justificaron su visión y estructura del mundo.

La acción concebida como estructura, trasciende la finitud y la temporalidad. Sin embargo, esta forma de superación, no es ni debe ser concebida como una trascendencia estática y absoluta, debe ser concebida como una transformación constante. Si una acción puede transformarse, es que puede trascender, en eso radica su posibilidad.

Respecto de esto, poco importa el fin inmediato de la acción. El fin inmediato de la acción de Aquiles fue vengar la muerte de Patroclo, pero su acción tuvo como un fin trascendente la gloria inacabable, cosa que sólo podía ser revelada por su divina madre.

¿Cómo, el hombre, consciente de su propia finitud, podría trascender la muerte y la temporalidad de su existencia? ¿Cómo podría ir más allá de su presente, excederlo, superarlo?

Hemos dicho a lo largo de este ensayo que el hombre debe lidiar con su existencia finita y temporal. Y hemos postulado a la acción como su medio para trascender de forma activa, es decir, como una acción que puede y debe transformarse, sin embargo, estamos conscientes de que eso no explica porque sólo el hacer de algunos hombres, como Aquiles por ejemplo, es recordado como un algo significativo. Si se trata de hacer y todos hacen ¿cómo podría ser posible?
Si lo que se busca en el hacer es fundamentar y justificar la visión del mundo de un hombre, y, suponiendo que su necesidad para formar comunidades sea a favor de su natural preservación, podríamos derivar una necesidad superior surgida de la primera necesidad básica. Es decir, una vez que puede fiar y satisfacer sus necesidades primordiales en comunidad, es que su visión del  mundo toma un sentido activo y colectivo. A partir de esto ya no se trata de la acción por el simple hacer, sino que se trata de la acción con fines manifestados de forma consciente.

La repetición constante de la acción como una autoafirmación de la construcción del mundo, va transformando a la acción en costumbre[16] (o costumbres) que se enraízan hondo, y se hacen más complejas en la medida en que trasciende la existencia (finitud y temporalidad) en que fue concebida.

La continuación de ciertas acciones convertidas en costumbres que se transforman, conforme llegan y se extinguen generaciones, ha sido la preservación del hombre por medio de su hacer a través del tiempo.

Dado este entretejido de acciones y costumbres que, al hacerse más concretas y maduras, hace de la interpretación de la realidad misma una estructura por demás compleja, proponemos el hacer individual de algunos hombres como la encarnación de las características de la construcción colectiva.

Lo anterior no hace necesario que, el que estos hombres notables tengan ciertas características que sublimen tanto su imagen como su hacer por encima de la comunidad entera, o que se erijan como representantes significativos de algún periodo temporal específico, sean mejores o que estén pre-destinados para ese rol.

Al fragmento 97: “A muertes más grandes, más grandes destinos tocan”,[17] lo podemos entender ya no únicamente como la muerte de algunos hombres, sino también de construcciones hechas por cierta comunidad, que se encarnaron en un sujeto especifico y que, al morir éste físicamente, ese constructo pudo trascender y seguir transformándose bajo su imagen.

Si podemos hablar de trascendencia histórica del hombre, es posible que la forma en que la hemos expuesto sea una posibilidad para su realización.

El hombre superando su vida y su tiempo, dejando una construcción del mundo como recuerdo suyo para las generaciones posteriores: trascendiendo su propia finitud sin evitarla, y superando su temporalidad sin ser divino.

Conclusiones

Como se pudo notar a lo largo del ensayo, nos ha sido casi imposible la demarcación del tema respecto de otros asuntos y disciplinas.

No ha sido nuestra intención caer en cuestiones metafísicas o meramente teológicas, pero nos fue preciso rodear el tema de esa forma para saber si la trascendencia histórica del hombre era posible, y de qué forma.

Las consideraciones religiosas podríamos sustituirlas por consideraciones morales, o por consideraciones de cualquier tipo. De cualquier modo, si no son los dioses, si no son las acciones enmarcadas por un esquema de valores morales, siempre hay algo que se contrapone a nuestra vida y naturaleza puramente humanas.

Ese algo superior en que nosotros depositamos cierta dosis de esperanza, determina de alguna forma nuestra manera de interpretar, experimentar y construir el mundo, ejemplo de eso son los mitos como una constante en la mayoría de las civilizaciones, en nuestro particular caso, del mito y el hombre griegos.

Así pues, concluimos este ensayo dejando su éxito o fracaso a consideración del lector.

Bibliografía

v  Epsilones- Etimologías:
v  Hesíodo, Teogonía, trad. Aurelio Pérez Jiménez, Madrid, Editorial Gredos, S.A., 2da edición 1990, 113 pp.
v  BERNABÉ PAJARES, Alberto, Fragmentos presocráticos de Tales a Demócrito, trad. Alberto Bernabé Pajares, Madrid, Alianza Editorial, 3ra  edición 2008, 401 pp.
v  KERÉNYI, Karl, La religión antigua, trad. Adán Kovacsis, Barcelona, Editorial Herder, 2da edición 1999, 249 pp.
v  PLATÓN, Diálogos I. Apología, Critón, Eutifrón, Ion, Lisis, Cármides, Hipias menor, Hipias mayor, Laques, Protágoras., trad. Emilio Lledó Íñigo, Madrid, Editorial Gredos, S.A., 1ra edición 1981, 589 pp.
v  PLATÓN, Diálogos III.  Fedón, Banquete, Fedro., trad. Carlos García Gual, Madrid, Editorial Gredos, S.A., 1ra edición 1988, 207 pp.
v  HOMERO, La Ilíada, trad. Emilio Crespo Güemes, Madrid, Editorial Gredos, S.A., 1ra edición 1991, 645 pp.
v  HUME, David. Tratado de la naturaleza humana, trad. Félix Duque. Barcelona, España. Editorial Biblioteca de los grandes pensadores, 2da edición, 2002, 380 pp.




[1] Tomado del diccionario etimológico en línea Epsilones- Etimologías.
[2] Hesíodo, Teogonía. pp. 71.
[3] Alberto BERNABÉ P., Fragmentos presocráticos de Tales a Demócrito. pp. 134.
[4] Vid. A. BERNABÉ, pp. 139.
[5] Vid. A. BERNABÉ, pp. 159.
[6] Karl KERÉNYI, La religión antigua, pp. 20.
[7] Ibid. pp. 37.
[8] A. BERNABÉ, Fragmentos presocráticos de Tales a Demócrito., pp. 134; 137.
[9] PLATÓN, Diálogos I. Apología, Crtión, Eutifrón, Ion, Cármides, Hipias menor, Hipias mayor, Laques, Prótagoras., pp. 185.
[10] Ibid. 186.
[11] PLATÓN, Diálogos III. Fedón, Banquete, Fedro. pp. 43.
[12] Ibid. pp. 54.
[13] Ibid. pp. 344.
[14] Esto último sólo es relevante en consideración de la tercera característica del hombre: la falta de veracidad u opiniones, que le revela la diosa a Parménides.
[15] Homero, La Ilíada., pp. 278.
[16] David HUME. Tratado de la naturaleza humana, pp. 91; 104.
[17] A. BERNABÉ, Fragmentos presocráticos de Tales a Demócrito., pp. 139.

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